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La Huérfana - Historia corta



Hambre. Eso es lo que recuerdo principalmente de mi niñez y mi adolescencia. Esa hambre insatisfecha de comida, de amor, de una familia, de ser comprendida, todo esto ha creado un vacío dentro de mi. Sé que existo pero soy una habitación desolada. Soy una casa sin muebles ni decoración, una cabaña abandonada en el bosque.

Eso suena menos cruel de lo que las personas solían llamarme en la escuela. Aún lo recuerdo. Es un hecho que no dejará de ser verdad. Nunca me llamaron por mi nombre. Siempre decían la huérfana cuando se dirigían a mí. Habían otros apodos para los demás: el gordo, el cuatro ojos, el raquítico, el nerd, el soplón, el lamebotas. Sin embargo, todas esas cosas eran culpa de las personas mismas que llevaban el sobrenombre. El gordo comía demasiado, el delgado muy poco, el cuatro ojos decía que veía la televisión muy de cerca, el nerd estudiaba mucho para mantener su reputación, el soplón siempre denunciaba a los demás así como el lamebotas. Pero ¿qué había hecho yo para ser una huérfana?

Las monjas decían que fue un error de mi madre -uno del que se arrepentiría el resto de su vida-, pero no podía evitar pensar en que de alguna forma, esto era mi responsabilidad. ¿lloraba mucho de bebé? ¿era una bebé difícil? ¿era demasiado indefensa? Solía torturarme por conocer esas respuestas, pero ya no más. No me importa el arrepentimiento ficticio de mi madre -a medida que pasa el tiempo, soy consciente que quizá nunca lo tuvo para comenzar-. Ahora, me siento desesperada por llenar el vacío en mi alma.

 

Pero el hambre persiste. No tan fuerte como en el pasado o probablemente porque a este punto ya me acostumbre. Uno puede aprender a sobrevivir en las condiciones más inhóspitas. Es el hambre de amor que experimento actualmente, aunque cuando era niña, me solía preguntar si alguna vez lo tendría todo por completo o simplemente unos pedazos. Las sobras.

 

La hermana Joan me decía que me habían encontrado en una casa abandonada, en una casa embrujada específicamente. Qué conveniente para mi historia. Algunos vecinos llamaron a la policía porque escucharon el sonido sin fin de un bebé que lloraba. Era una noche de invierno durísima, decía la monja. Hubieses muerto esa noche si no hubieran reportado el incidente. Se supone que era una especie de consuelo, pero yo lo veía más como una condena. Estaba viva, sí, para sufrir.

 

Los policías me llevaron a una estación donde me cuidaron lo más que pudieron. Afortunadamente había una mujer ahí, Eleanor. Una de las pocas mujeres que se atrevió a trabajar en esto, y como mujer, sintió la obligación de cuidarme. Recuerdo sus visitas al orfanato.

Eras tan pequeña y frágil, me decía y me daba la mitad del hotdog que no había terminado.

Aunque solo visitaba el orfanato en Navidad, Año Nuevo y Epifanía, era lo más cercano que tuve a una madre.

Mi hermanito murió cuando estaba nadando, me explicó una vez. Me recuerdas un poco a él.

Durante sus visitas, Eleanor me traía dulces. Uno para cada uno de nosotros. En secreto, me daba un hotdog, pero solo de vez en cuando. Me decía que no solo era un regalo para nosotros sino también para ella. Ahorraba dinero todo el año para darnos algo.

Cuando me siento sin ánimos, me compro un hotdog con mostaza, así como más le gustaba.

 

 

Trabajo en una cafeteria. El propietario me deja quedarme en la bodega en una cama de hierro con un solo colchón. Detrás de mí están las cajas llenas de pan, enfrente, el refrigerador con la carne. Del lado opuesto las botellas de cerveza, vacías o llenas. A la derecha está el lavabo con los platos limpios que se están secando. Desde mi cama rústica puedo ver la puerta que da a la cocina que da con el establecimiento. La noche es tan oscura como cuando cierras los ojos aquí. No hay ventana.

Frank, el propietario, fue muy claro desde el principio. Si me robo una sola rodaja de pan, si meto un hombre o si intento robarme un solo dolar de la registradora, me voy a la calle, sin preguntas, sin respuestas autorizadas tampoco. Me ha pedido mantener mis cosas en una bolsa todo el tiempo, por si acaso tengo que irme por mi desobediencia. Solo tienes una oportunidad, me dijo, con el olor ácido del tabaco que salía de su boca.

No es la primera vez que me dan esta advertencia.

 

Nunca nos decían cuando la gente venía a vernos, para considerar adoptarnos. A medida que crecimos, la hermana Winifred nos explicó las razones. Si les avisamos de antemano, entonces se comportarían diferente. Algunos de ustedes tienen mejor ropa, otros son más encantadores, pero esto no es un concurso de belleza y pienso que es justo que todos tengan las mismas oportunidades.

Esto hacía las cosas aún más complicadas a diferencia de lo que ella creía o así me parecía a mi ya que yo sabía todo al respecto. Estaba demasiado consciente de las personas que nos observaban, como la gente que observa tras el vidrio en el zoológico, viendo que tan salvajes o domesticados éramos. Pensé en compartir esta información con alguien cercano a mí, Tiffany o Samuel, pero sabía que era mejor no traicionar la confianza de las hermanas. Eran lo más cercano a una familia, o amigos. Sin ellas, habría estado más sola.

Miraba a las señoras elegantes con sus abrigos graciosos, con su joyería colgando de sus orejas o cuellos, los colores estrafalarios de sus vestidos, nada comparado con nuestros trapos grises más cercanos a la ropa de una penitenciaria si no había nada más. A veces venían a jugar al jardín. Esto pasaba cuando aún tenía siete u ocho años. No sabía que era una familia precisamente, pero entendía que involucraba el calor de una cama, comida y calefacción. Era demasiado tímida y callada con ellas, años después, era demasiado parlanchina, y en los años anteriores a mi cumpleaños dieciocho, volví a mi silencio. Nunca nadie trató de adoptarme, si se lo preguntaban.

 

Frank me dice que nadie puede hacer pláticas cortas como yo. La razón es que yo no veo estas pláticas como pequeñas. Le dan cierto significado a mi vida. Me gusta preguntarle a la gente como les fue en su día, como les gusta su desayuno, si les gustó el pie que empezamos a comprarle a otra tienda, cuánto tiempo se quedan en la ciudad, cuánto tiempo han vivido aquí, cuales son sus hobbies. He descubierto que solo preguntándoles esto, ellos pueden preguntar acerca de mí, aún si solo es por educación que me cuestionan.

Disfruto sonreír porque acá no se siente como un show. No me pregunto si a la gente le voy a agradar, si me llevaran a casa consigo, si me consideran digna o suficiente. Ya no me importa. O no tanto como solía hacerlo.

Los platos se lavan a tiempo, se le sirve a la gente en un lapso de tiempo aceptable, excepto en las horas pico, pero los clientes entienden. Las mesas se limpian tan pronto como las personas se van, las tazas se llenan con café para su desayuno. Cocino, limpio y lavo. Las cosas que más odiaba hacer en el orfanato y las que jure jamás volvería a hacer.

 

Las fiestas se acercaban. Períodos de ansiedad y miedo, principalmente. Estas eran las fechas en que más señoras con ropa peculiar se acercaban. En estas ocasiones, traían a sus esposos consigo con sus lustrosos trajes de los que se podía distinguir uno del otro solo por el color de las corbatas. Era un período alegre para mí porque vería a Eleanor finalmente, y por alrededor de dos semanas seguidas.

No necesitaba satisfacerme con el arroz con leche sin sabor, los huevos sin color y sin vegetales, el café amargo y los panes viejos, donación de la panadería local. Ella me traería dulces, chocolates, y si había ahorrado lo suficiente para este año, un hotdog. Aspiraba a conseguir los tres, uno para cada festividad, pero como huérfana, había aprendido a conformarme con muy poco, y lo más importante, a no tener esperanza. Peo es casi imposible no tenerlas cuando somos niños. Necesitamos la esperanza para sobrevivir, a diferencia de la adultez donde la esperanza se vuelve una prisión.

Fue una de las mejores Navidades, cuando tenía doce años. Algunas de las señoras con apariencia particular compraron vestidos que venían de las hijas que ya no los necesitaban ya que habían crecido mucho o porque habían muerto, y todas las chicas del orfanato estábamos encantadas. Me puse mi vestido y sorprendí a Eleanor cuando llego en la víspera de Navidad.

Te ves como una princesa, me dijo y me dio un apretón de manos y me pasó un chocolate de contrabando. Me guiñó el ojo y la miré fijamente.

Muchas gracias señora, le contesté como las monjas nos habían dicho que lo hiciéramos. Podíamos parecer haraposas pero no teníamos que comportarnos como lucíamos. Giré para mostrarle como el velo del vestido volaba en el aire.

Me puse el mismo vestido las otras veces que Eleanor llegó. Me acuerdo de su mirada. Pensé que era verdadero cariño hacia mi. Creía que ella me quería como su hija y casi invoqué el coraje suficiente para preguntarle, pero me petrificaba la idea que se fuera o que me abandonara por su incapacidad de reaccionar a mi lamentable solicitud. Los tres días, llevaba hotdogs que solo compartió conmigo.

El día de los Reyes Magos, casi reuní la fuerza para hacerlo. Estaba segura que sus ojos llorosos significaban algo. Tenía la confianza que sus largos abrazos eran una señal que yo tenía que interpretar por ella. Esos hotdogs tenían sin lugar a dudas un mensaje oculto para mi que solo yo podía entender. Creí en el encanto que los niños se supone que tenían.

Este es uno de las fiestas que recuerdo más por muchas razones. Uno de los sentimientos que experimento hoy, y que no identifiqué en aquel entonces es la vergüenza. Tan pronto como Eleanor se fue, tenía la certitud que ella solo había tenido lástima de mi.

 

No debería depender de la bondad de la gente, o no debería esperar tanta, pero a veces es inevitable aunque debí haber aprendido mi lección después de Eleanor y Tiffany. No se puede confiar en la bondad porque es despiadada.

Sí, estoy aquí en mi cama, sin poder dormir, lo que no poco común luego de un día tan consumidor. Estoy pensando en el hombre que vino ahora a la cafetería. Estaba sentado en una de las butacas para cuatro personas, me sonrió, me hizo una breve conversación, más allá de las pláticas cortas y comprometidas, o eso creo. O eso quiere añora creer mi corazón.

El día comenzó como cualquier otro. Tomé un baño en el baño de los empleados. Me quedé en el pequeño cuadrado de cerámica designado a lavar el trapeador, a la par de la olla de acero inoxidabe, el agua que viene del grifo donde se apoya el contenedor. En frente del lavabo, hay dos baños. No debería hacer esto, tomar este baño improvisado, cualquiera podía entrar y abrir la puerta, no tiene candado. Sin embargo, la influencia de las monjas es innegable, no por el deseo de actuar de cierta forma sino para evitar que la gente me ponga etiquetas por mi deplorable apariencia. Nunca he tenido ni un poco de privacidad, así que no es sorpresa tener que recurrir a esto.

No me lavo el cabello en la mañana. Lo hago en la noche en el lavabo, me aseguro que no queden cabellos que puedan tapar la cañería.

La ropa mojada la coloco tras el refrigerador, eso hasta que Frank llega en la tarde. Luego, debo ponerla tras la puerta. Además de mis dos uniformes, solo tengo cuatro blumers. Uno tiene un agujero. Tres blusas, dos jeans, dos sujetadores, un par de sandalias y un par de zapatos que reparé recientemente con pegamento ultra resistente. Una de las blusas la utilizo para dormir en la noche. La lavo cada tres días. No tengo collares, anillos, joyería, ni siquiera falsa. Los únicos brazaletes que tenía eran de hilos, hechos por Tiffany o Samuel quien aprendió cuando nosotros le explicamos cómo hacerlo. Se ensuciaron muy rápido luego de un tiempo y me daba vergüenza usarlos. Los boté a la basura. A veces me arrepiento.

Luego de mi breve baño, me pongo un poco de desodorante, ni mucho ni muy poco. Voy a sudar mucho en la hora pico. Me pongo mi vestido, arreglo mi cabello y le pongo la red negra encima, y veo la fecha de vencimiento de los productos. Preparo la escoba y el trapeador para limpiar. Una vez que termino, saco una toalla para limpiar las butacas, otra para las ventanas, otra para las sillas, a veces los niños se sientan en ellas, cuando los padres no son capaces de controlarlos.

Hago unos ejercicios cortos antes de empezar el día, me ayudar a tener un poco de energía extra. El ocio es la madre de todos los vicios, solía decir el arzobispo. En realidad es una costumbre, mantenerme activa. De seguro él tendría algo que decir también acerca de este trabajo agotador, benditos los pobres porque de ellos es el reino de los cielos.

Frank vino, me dio la lista de tareas de siempre: observar las mesas de los clientes, limpiarlas si hay mucha gente, poner atención a las ordenes, no cometer errores. Fue un día muy tranquilo así que es posible que por eso este hombre sea tan memorable. Empezamos la plática de forma sencilla, me mencionaba que el café estaba delicioso y le sugerí una porción de pastel para acompañarlo. Pidió dos pedazos y me dijo, como le diste compañía a mi cafe con tu recomendación, ahora tú tienes que hacerme compañía para comerlo. Le expliqué que no me era posible quedarme con él porque estaba trabajando. No me pregunto mi hora de salida. Pidió una bolsa, supuse que para llevarse el pastel con él, pero me lo dio a mí.

¿Cómo te llamas? Me preguntó, no es algo que muchos pregunten.

Cordelia, le dije con timidez.

Es tuyo, me dijo. Me presentó la bolsa y se fue. Tan pronto como se fue, aun visible desde el interior por las ventanas, levantó la mano para reafirmar su adiós.

Así que, acá estoy, sin poder dormir, habiendo comido un postre hoy. En general comemos de este pastel una vez al menos, el cocinero y yo. Frank dice que deberíamos estar agradecidos. Yo estoy agradecida con este hombre misterioso. Su nombre aún resuena en mi cabeza, Alex. Eso es lo que dijo tan pronto se levantó.

 

Dos días antes de la fiesta de Navidad, saqué el vestido que mantuve guardado con recelo en la bodega, en uno de las gavetas más altas para que nadie lo alcanzara. Lo lavé y revisé los daños. Las polillas lo habían encontrado así que tuve que remover partes del tul y también tuve que deshacer las costuras porque el vestido era muy corto para mi talla. Estaba más alta pero siempre delgada y con huesos prominentes.

Para entonces, estaba más consciente de mi apariencia que nunca, así que me dí un largo baño en la víspera de Navidad aunque el agua estaba muy helada, como siempre. Se supone que Eleanor llegaría en la tarde. Después de la merienda, unas galletas insipidas de Navidad porque no se podía gastar mucha azúcar, nos dieron dos horas libres después del almuerzo. No jugué con Tiffany ni Samuel en todo el día, ni con ninguno, Gale, Gillian, Henry, Jake, Omar, Patricia, Susan o Wilfred. Les ayudé a las monjas con las tareas que no involucraban la posibilidad de ensuciarme: pasar los ingredientes y los utensilios para el pollo de Navidad.

El tiempo pasaba y ya estaba ansiosa. La sorpresa vino antes de lo esperado, en una forma que yo tampoco había previsto. Todos los policías estaban presentes, o eso parecía. Vi a los hombres con las con las gorras de Santa Claus y bolsas rojas que contenían cajas. Estas cajas eran regalos supuestamente, los hombres los habían envuelto de forma torpe. Estaba muy feliz por todo esto, así como los demás, todos rodeaban a los oficiales para que nos dieran una caja. Yo no lo hice. Busqué a Eleanor y no la encontré. Incluso fui afuera y las patrullas estaban parqueadas. No había otro parqueadero así que me inquieté por ella.

Un oficial muy alto estaba hablando con la madre superiora que estaba junto a la hermana Winifred quien cubría su boca con su mano, callando un grito. Me vio viéndola y bajó la mano. Se acercó y me abrazó por largo tiempo.

No hay lugar para el carro de Eleanor, le dije.

No va a venir este año, lo siento. Por su tono, el mismo que usaba cuando nos decía que ya no habían más sobras, aún cuando le decíamos que teníamos mucha hambre, indicaba que realmente no había nada que ella pudiera hacer para cambiar esto.

Me quedé en la cama toda la noche mientras los fuegos artificiales explotaban y la gente reía. Había esperado con ansias el caldo de pollo, pero ya no, a pesar de ser de las pocas veces del año en que comíamos carne, más de un bocado. Los policías habían llevado pastel.

La hermana Joan me regaño. Ella era una de las más viejas y más malas. Vino a mi cama y me dijo que era una malagradecida. Los policías hacían todo esto en honor a Eleanor. Ellos sabían que ella amaba a los necesitados, a los que tenía que tenerse lástima, a los huérfanos. Los escuché cuando iba a mi cama. No lloré porque los niños que lloraban eran despreciados, pero no tenía donde más ir, así que me quedé inmóvil mientras la hermana Joan me decía todo esto.

Mientras hablaba, había otra fiesta de Navidad pasando en mi mente, en casa de Eleanor. Hacíamos galletas con suficientes chispitas de chocolate o azucar para que tuvieran el sabor adecuado, y si eran más dulces, mejor. La decoración estaba colocada, los arboles tan iluminados que parecerían en llamas. Ni me acercaría a mi habitación este día porque estaríamos tan ocupadas en la cocina que no habría manera de alejarme de su lado. Ni siquiera tocaría mi cama hasta el amanecer, hasta que abriera el o los regalos que Eleanor me daría.

Tocaría mi mejilla y me diría, Feliz Navidad, mi querida Cordelia.

También es posible que no haríamos nada de esto, el destino siendo lo que es: sin corazón. Pero habríamos pasado otras fiestas juntas. Tendría algún recuerdo de alegría y no solo el deseo del mismo.

Pero en lugar del toque de Eleanor, de los dulces anuales de Eleanor, solo sentí la mano de la hermana Joan acariciando mi cara tan pronto como una gruesa lágrima se derramaba en mi mejilla la que ella limpió con su venosa mano. Lo siento, querida.

 

El sueño continua. Él volvió a la cafetería y esta vez no se quedó en una butaca. Me dijo que había demasiado espacio vacío. Dice que es una pena que no pueda sentarme con él para compartir el almuerzo. Ni siquiera intentó convence a Frank de dejarme hacerlo. Un anciano lo solicitó una vez, porque dijo que tenía la misma cara de su nieta pero él no lo permitió.

Ella podría hacerse falsas ideas, le dijo, creyendo que yo no podía escucharlos, y la gente podría hacerse una idea errónea de porqué está aquí. No quiero rumores de mi negocio. Frank se preocupa por el que dirán. Eso lo entiendo perfectamente.

Le pongo atención a todas las mesas, lo más que puedo, pero también siento esa mirada penetrando mi cuerpo como un rayo laser. No puedo evitar verlo de vez en cuando. No me ha pasado últimamente pero confundo las ordenes. Los veo a ambos, Alex y Frank, quien lee el papel y no ha escuchado acerca del incidente.

Alex pide otra taza de café y un mufín. Trata de mantener la conversación a flote y no lo puedo dejar solo. Me rió muy fuerte de uno de sus comentarios acerca de lo hermoso que es mi vestido.

Agradecemos su preferencia, señor, pero hay otros clientes esperando, Cordelia. Frank me explica y señala las mesas con el mentón. La conversación para, pero la esperanza sigue.

 

Crecer era lo peor, tan doloroso como la esperanza. Sabíamos que los bebés y los niños pequeños eran los preferidos de los adultos para adoptar. Los huérfanos más viejos que nosotros nos habían advertido de esto cuando éramos pequeños. Que yo sepa, no fueron adoptados nunca. Aunque había visto la tendencia, yo aún creía, eso a pesar de tener casi catorce años. Alguien me adoptaría. Alguien que vería posibilidades en me, que no dudaría de la felicidad que podría llevar a su hogar.

Me cansaba más y más del orfanato, por los huérfanos que lloriqueaban, la comida asquerosa y la inevitable desesperanza que no me podía quitar de encima luego de la muerte de Eleanor

Mientras ayudaba a limpiar el techo para que las hojas no se quedarán estancadas en el desaguadero en el invierno, me pregunté si Eleanor realmente me veía desde el cielo, una huérfana con la que apenas había intercambiado unas cuantas frases. Solía idealizarla, pero luego de su muerte, me imaginé diferentes escenarios. Posiblemente se lavaba las manos luego de tocar las mías, ni siquiera pensaba en mi después de darle el hotdog, volvía a su casa y le daba comida cara a su perro sin pensar que podía usar el dinero para darme algo para que yo lo guardara y me la recordará. Muy probablemente hasta le costaba distinguirme de los otros huérfanos. Es posible que ni siquiera le agradaba.

Fue una edad difícil para mi. Luego de perderla, lo que significaba no perder algo que fuera realmente mío, me di cuenta de lo fútiles que eran las cosas que supuestamente me había hecho sobrevivir: la fé, la esperanza, la costumbre. Fue en ese momento que el odio por el orfanato llegó. Pensaba en proyectos estando fuera de él, sin involucrarlo en absoluto. Ya planeaba olvidarlo todo.

Ten cuidado con la escalera, dijo Samuel, pero estaba demasiada absorta en mis pensamientos, en las esperanzas perdidas.

No sé si fui yo, o si él colocó mal su pie, pero de repente, la escalera cayó al suelo y se rompió en dos. Luego Tiffany y Samuel vinieron con ella.

 

En el orfanato, siempre éramos muy limpios. También nos asegurábamos de no lastimarnos. La gente no iba a adoptar niños con rodillas raspadas, moretones en las manos, ropa manchada o dedos quebrados. Seriamos una carga, diría mucho de nuestro comportamiento: esos defectos serían una causa de nuestra mala conducta, de nuestro descuido. Seríamos bienes aún más dañados. Podríamos romper floreros delicados, destruir todo en nuestro camino.

Así que no fue sorpresa sentirme extremadamente culpable luego del incidente de Sam y Anny. Siempre quise brillar por mi cuenta pero nunca consideré la posibilidad de extinguir la luz de otros.

Algunos días después, unas señoras con su extraño atuendo llegaron y las religiosas se andaban con cuidado. Esas mujeres debían ser muy importantes. La hermana Winifred y la hermana Joan nos servían la comida con vergüenza, no con arrepentimiento que era lo usual. Lo recuerdo claramente. Vi los huevos sin color con un poco de cebolla en ellos. Puse la cebolla a un lado y se la di a Samuel después. No solamente porque a él le gustaba sino porque a las hermanas no aceptaban el desperdicio de comida. Piensa en las personas sin hogar, decían, lo cual yo encontraba irónico y fuera de lugar. Se supone que hablaban de las personas sin un refugio, ni siquiera un techo, un lugar permanente donde vivir, pero me sorprendió que no hayan considerado que nosotros los huérfanos eramos personas sin padres, sin madres, por lo tanto, sin hogar.

Las monjas les dieron café amargo a las señoras quienes fingieron estaba rico, pero de vez en cuando, yo las miraba con atención. Lo tragaban muy rápido o hacían caras graciosas a medida que daban los pequeños sorbos. Sin embargo, nadie se atrevió a dejar nada en la taza, y una de ellas, su líder, se atrevió a pedir una segunda taza.

Yo comí rápido y me fui al área de juegos. Samuel y Tiffany aparecieron después. Me sentía mal tan pronto los veía. Odiaba este nuevo sentimiento: la culpa. Cuando Tiffany apareció, su sonrisa exponía su diente quebrado pero era peor ver a Samuel cojeando hacía mí. Jugamos a las escondidas, pero siempre elegía un lugar obvio cuando era el turno de Sam de buscar. No quería que se esforzara demás.

Estábamos jugando a las-traes cuando las señoras elegantes, como yo las había apodado, aparecieron. Sentimos sus miradas intensas pero las ignoramos. Estábamos acostumbrados a ser vistos de esa manera, como animales de circo. De repente, la hermana Joan nos llamó, a los tres. Las señoras sonrieron incómodamente, avergonzadas de su riqueza, tocando sus collares, no para exhibirlos sino para intentar cubrir estas joyas, excepto una de ellas. Ella nos examinaba y entendí que era la que deseaba adoptar. Me sentí mal por Sam y Anny, asumí erróneamente que ninguno de ellos sería elegido por sus obvios defectos. Ni siquiera sonreí hasta que nos pidieron hacerlo. Annie mostró su diente arruinado. Nos hicieron preguntas y nos dieron palabras de consuelo acerca de Dios quien nos protegía de estar indefensos y desgraciados, acerca de como algún día encontraríamos una familia llena de amor. Yo ya había oído todo esto antes y sabía que era mentira aunque una vez sí lo creía, o quería creerlo. En ese instante, había acumulado demasiadas experiencias desagradables para mantener estas creencias.

Se fueron a la oficina de la madre Superiora. Una de ellas me dio dos monedas de veinticinco centavos, otra me dio una galleta de trigo completo, y una me beso en la mejilla antes de dejarme con la marca roja y un olor a fresa.

Seguimos jugando después. Luego, la madre Superiora nos llamó. No fue ni a Sam ni a mi que habían escogido.

 

La esperanza es peligrosa. Puede envenenar nuestros corazones más allá de una posible recuperación. Esa es la conclusión a la que llegué esa noche. No era la primera vez que esa idea había cruzado mi mente, pero debo recordarme a mi misma esas pequeñas cosas antes que me consuman.

Esa es la nueva actitud con la que inicio mi nuevo día tan pronto como tomo mi corto baño, preparo la cafeteria y desarrollo mis actividades diarias. Sé que estoy en peligro tan pronto como observo la puerta frecuentemente. No puedo evitar sino volver a ver cuando la campanita sobre la puerta hace un ruido. Quiero que la siguiente persona sea él. También sé que no debería tener este tipo de ilusiones.

Mi día pasa con la ligereza de los otros, los niños que derraman la gaseosa en el piso, el cliente que se queja de la comida, el anciano que nunca se va de la butaca aunque el lugar esté lleno, Frank y su ácido carácter. Entonces, viene él mientras le explico una orden al cocinero. Alex no dice hola, solo me pregunta ¿a qué hora sales?

 

Nunca salgo. Esa es la respuesta que debí darle porque es la verdad. Este lugar, esta cafeteria en el día, bodega en la noche son mi casa, lo más cercano a un hogar que tendré gracias a un contador que me tuvo lástima y me consiguió el trabajo tan pronto estaba a punto de perder el último que tenía.

El fin de semana, Frank me da parte del día libre. ¿Qué hago con este día? No seguí con mis estudios. En el orfanato, nos enseñaron las habilidades básica sy necesarias. Las monjas eran nuestras tutoras. Obtuvimos el diploma de educación media gracias a ellas. Eso es todo lo que tengo. Apenas pasé el examen y tampoco estaba muy interesada en los estudios. Sé que debería o debo estarlo. Pero cuando el interés debió aparecer, yo estaba en un período muy sombrío de mi vida. Ahora no siento los ánimos para hacerlo, y ya no tengo la fuerza. La gente dice que quieren ser profesionales para ser alguien y yo estoy muy consciente que no soy nadie.

Domingo en la tarde, mi día libre parcial. Voy al supermercado por galletas baratas, mi recompensa luego del sandwich que el chef me da. A veces compro una barra de chocolate que durará una semana, el último pedazo en general es el más suave. Esos son los lujos que me puedo costear. Luego, compro lo esencial: pasta de dientes, jabón, desodorante, naranjas y limones, para mi limonada nocturna. Cada dos meses, compro manzanas o uvas, también medicina para el dolor que no es inusual con un trabajo tan estresante y agotador. Dos veces al año, compro ropa interior nueva, dos blusas y pantalones. Una vez al año, un par de zapatos. Ahí es donde se van mis ahorros. El dinero que tengo acumulado hasta ahora es para ser usado en estos objetos, nada más.

¿Cómo le puedo decir a este hombre que el único momento en que estoy disponible es cuando voy al supermercado en menos de dos horas aunque me toma media hora llegar a pie? Me siento avergonzada y sin palabras. ¿Cómo puedo decirle que no tengo nada más que lo que llevo sobre mí: la ropa remendada, los artículos reparados, los zapatos rotos, las blusas cosidas del costado, los zapatos deteriorados?

¿Por qué? Era todo lo que me podía preguntar a mí misma. Pero lo que salió de mi boca fue la expresión es muy tarde. Acepto la insolencia de respuesta. Sin embargo, preferí eso a la vergüenza de decirle que tan pobre y arruinada estaba. Que ni siquiera podía pagar un muffin del lugar donde trabajaba.

 

Pasaron meses desde que Tiffany se fue del orfanato. Me resentí a mí misma por menospreciar su encanto, por rebajar el mío creyendo que la mujer que la adoptó no le iba a prestar atención por sus defectos. Estaba llena de amargura y comencé a realmente odiar el lugar donde había crecido. Me quejaba de la comida más que nunca, de las penurias del lugar, de la suciedad, de las limitaciones. Aborrecía haber nacido aunque esto sí nunca lo expresé tan abiertamente.

Sin embargo, lo que más odiaban eran las visitas de Tiffany. Odiaba su opulencia recién descubierta, sus nuevos vestidos, su nitidez, su evolución a algo que yo nunca me convertiría: la hija de alguien. Deseaba que ella nos hubiese olvidado así como pasaba cada vez que venía. Lloraba con amargura, en silencio, bajo las sabanas. Nunca he conocido ningún tipo de privacidad.

Llegaba con noticias del mundo que nos eran prohibidas. Todos la odiaban tanto como yo, pero solo yo debía ocultarlo y pretender. Ella aún creía que era una de nosotras por nuestras experiencias pasadas, pero ya no pertenecía a nosotros. Éramos animales salvajes, ella era un animal domesticado. Nosotros peleábamos por las sobras, ella tenía su comida bien servida en un plato. Nuestra piel era cuero, la de ella brillaba. Pero alguna vez tuve la maldición de haber sido su amiga.

Eres como una hermana para mí, me decía en sus visitas y la detestaba aún más porque me parecía una burla, como comer langosta frente a un desamparado.

Tiffany nos llevaba chocolates con menta que yo encontraba asquerosos. Pero eran un lujo en el orfanato así que los comía en secreto a medida que el odio crecía y crecía.

Jugábamos y ella fingía disfrutarlo. Me daba cuenta de su miedo de ensuciar su ropa. La miraba con atención todas las veces que entrábamos a los dormitorios, para ver su nariz fruncirse. Había vivido hace poco ahí y ahora le daba asco. Me di cuenta que siempre venía después del almuerzo o la cena, así no tendría que comer la comida horripilante nuevamente. Ella podía hacer todas las cosas que yo hacía, pero a diferencia de ella, yo no tenía ningún escape y nunca lo tuve.

 

El chef se va de la cafeteria y me desea buenas noches. Limpio una mancha de café del mostrador. Las llaves se me caen del bolsillo y resuenan en el piso. La campanilla de la puerta hace un sonido y pienso que es el chef que ha olvidado algo pero no es él.

Alex, me oigo diciendo y la imagen que veo frente a mi es la ciudad a oscuras, las tenues luces de la calle y la sofocante claridad de la cafeteria, todo esto no es parte de ninguna de las fantasías que he tenido últimamente. Me había imaginado cruzármelo en el parque cuando voy a hacer mis compras, en un sueño venía tras de mí y me tocaba el hombro, en otro, yo iba y tocaba el suyo. En una fantasía más atrevida, chocamos el uno con el otro y nuestros cuerpos se entremezclan por dicha distracción.

Cordelia, me dice, y sé inmediatamente tan pronto como se me acerca que la fantasía es errónea.

Tambalea, murmura mi nombre y camina torpemente hacia mi. Me quedó en shock, congelada hasta que su cara está frente a la mía, a solo centímetros de distancia.

Eres muy bella, me dice, y pone su mano en mi pecho.

Debería quitármelo como hago cuando las moscas se me acercan, o cuando los murciélagos han entrado a la bodega, pero esto es tan poco común, tan deseado, tan añorado. Es duro de procesar. Empieza a tocar besar mi cuello y a tocarme voluptuosamente. Si Frank llega, me iré de aquí, es en lo que pienso tan ponto veo unos adolescents que cruzan la calle y nos observan. Me quedó firme como una piedra y sus manos exploran mi cuerpo, de un lado a otro, como si me quisiera atrapar, como si me estuviera cayendo.

Su aliento huele a alcohol. Él huele a sudor y me doy cuenta de mi propio olor a grasa. Empieza a desabotonar mi vestido y le digo que pare.

No puedo hacerlo, y me refiero a aquí mismo, en mi trabajo, frente a las ventanas.

¿Qué quieres decir? No te has quejado mientras te tocaba, parece estar ofendido por mi breve rechazo.

Lo siento, digo y me abotono el vestido. Me doy cuenta de su frialdad con más claridad que la mía. No es lo que yo esperaba pero ey, no es la primera vez que la desilusión forma parte de mi vida.

Eres como todas las putas que se hacen las santas, pero en realidad quisieras que te cogiera en el suelo, perra.

Ya cerramos. Regrese mañana. Mi cara está completamente tranquila, como una estatua de mármol. Este hombre es un idiota y pensé que podía ser mi verdadero amor. Que equivocada estaba.

Púdrete, lugar de mierda. Perra frígida inútil. Me grita y tambalea con una columna mientras se va.

Esto es tan repentino que no me doy cuenta que pasó hasta que es parte del pasado. Cierro la puerta, tomo el trapeador y los trapos para limpiar conmigo. Me lavo la cabeza y el espejo proyecta el desorden de mi cabello, cierro la puerta que da a la cocina. Voy a la cama que rechina, incómoda, como ha sido mi vida siempre. Nunca he tenido privacidad. Nunca he conocido la suavidad o el comfort. Nunca he tenido otra vida. De eso me doy cuenta una vez más mientras lagrimas que pensé que se habían secado regresan a mí, para acompañarme en la desesperanza que he rehusado a a aceptar que es mi vida. Pero ya sea que aceptemos las cosas o no, siempre siguen siendo ciertas.

 

Teníamos alrededor de quince años entonces. Sam se interesó en lo que los chicos hacían y yo perdí el interés en absolutamente todo. Ayudaba a las monjas en sus tareas interminables. Me sentía particularmente agradecida cuando estaban en su voto de silencio, de esta forma no tenía que hablarles aunque ellas sabían de mi amargura y el resentimiento por su compasión, así que evitaban hablarme de lo que yo estaba más que agradecida.

Ya no era solamente un bien dañado, estaba podrida, sin vuelta atrás. Estaba condenada al orfanato. Antes, soñaba de irme de ahí con una familia, luego solo anhelaba el aire puro, algo más además de la iglesia, el parque, las cuatro malditas paredes. Me sentía atrapada, como la princesa en los cuentos de hadas pero no había hada madrina ni final feliz, nada. No había transformación, cambio, era la misma existencia sin propósito.

Nadie me iba a adoptar a esa edad. Ya no me importaba hacer las típicas actuaciones cuando la gente venía a vernos. Llegué a odiarlos por el poder que ejercían en nosotros. Nunca me sentí tan indefensa o no amada, desde entonces

¿Dónde está tu sonrisa? Me preguntaba la hermana Winifred, trataba de sacar lo mejor de mí. Era la única que todavía tenía el suficiente valor para intentar cambiarme.

Ya no necesito más mi sonrisa, le dije, no por el propósito del pasado de agradar a otros. No necesitaba sonreír porque no tenía que pretender que estaba llena de gratitud. Aborrecía mi realidad. Odiaba a mi madre por deshacerse de mí como si fuera basura. Odié su falta de valor, no por no haberse quedado conmigo sino por no haberme abortado.

 

Inútil. Esa es la palabra que queda en mi mente luego del incidente con Alex. Es una etiqueta, mi certificado de nacimiento. No me ha definido con eso. He estado consciente de esa palabra tan pronto como tomo mi baño en el pequeño espacio cerrado con miedo a que me encuentren ahí como si fuera una ladrona, así como Frank dice que si algo desaparece de la bodega me echaré a la calle, así como recuerdo que nadie me dio la posibilidad de ser una hija. No tengo dirección, estoy sin defensa, y hasta donde sé no vale la pena que se haga ningún esfuerzo por mí.

Mis tareas eran desarrolladas automáticamente. Mi mente no estaba ahí, solamente mi trabajo haciendo lo que ha hecho mejor todo el tiempo: sobreviviendo. Tomo notas de las ordenes solo con ver los labios de los clientes, con verlos señalando algo del menú. Les entrego las ordenes con mis pies como mi única brújula. No tengo recuerdos de ser nada.

La campanilla en la puerta suena y suena. Es un día movido, pero no me percató de ningún ruido. El olor a grasa no me molesta en absoluto, el sudor de mi piel es solo otra capa de mi, la irritabilidad de los clientes no me afecta.

Me doy cuenta de su presencia cuando voy a su butaca, pero no está solo como los otros días cuando me ofreció un muffin o cuando quería conocerme. Su cara está impenetrable. Mi mente está vacía y ahora siento como si mi corazón se ha desplomado a mis pies tan pronto veo a la mujer rubia con él, del lado contrario, sus manos están entrelazadas.

¿Cómo les puedo servir? Puedo escuchar mi voz como si no fuera algo real. Como si todo fuera una pesadilla.

El café es terrible, le dice a la mujer rubia. Hey, hay una mancha en la mesa, ¿te importaría limpiarla? No queremos comer en una pocilga. Reclama con vehemencia, y automáticamente sacó un trapo para limpiar y limpio. Me fijo en la mujer: una sonrisa brillante, gusto impecable y sobre todo, no puedo quitarle los ojos a su enorme vientre.

No le hagas caso, corazón, me dice y me fijo que tiene pintalabios rojo en sus dientes. Casi me siento tentada a decirle.

¿Algo que valga la pena en este lugar? Mira el menú aunque lo sabe de memoria. Solía mencionar cosas y calcular con exactitud el total de su factura. Entiendo su insinuación.

Puede revisar sus opciones y volveré por su orden, le digo con insolencia. Afortunadamente, no es hora que Frank llegue y me ocupo de las otras mesas mientras veo su resentimiento por haberme defendido. Es lo menos que puedo hacer para salvarme a mí misma. Si hay algo que he aprendido de estar completamente sola, es que tienes que contar contigo mismo.

 

Tifanny Fortenberry vuelve de vez en cuando, no solo para el las fiestas de Año Nuevo a diferencia de Eleanor quien ha invadido mi mente últimamente. La recuerdo con claridad y desearía poder unirmele, a ella y no a mi madre. En El Cielo, como las religiosas decían, somos puros, pero quería estar junto a la persona más pura que conocía aunque he llegado a considerar que Eleanor podría haber tenido una vida propia, por lo tanto, tenía probablemente algunos pecados bajo la manga.

Aunque ella está muerta y Tifanny está viva, prefiero dedicarle mis pensamientos a Eleanor. Cuando Tiffany está cerca de mí, no puedo evitar sentirme vacía, sin esperanza o resignación. Me sentía victima de una terrible injusticia por cosas que no había hecho o de las que ni siquiera tenía idea. Me habían botado en un orfanato a mi suerte con un montón de desconocidos que ya no podía tolerar más.

¿Cómo va todo? Tiffany me preguntaba aunque ella había vivido encerrada toda su vida en estas cuatro paredes, con los baños hediondos y la ropa desteñida. Si no hubiese sabido que lo preguntaba con las mejores intenciones, me hubiese enojado y la hubiese cacheteado, pero también sabía, muy en el interior que era lo último que me quedaba porque era la única que se aferraba a mí a pesar de mi delicado rechazo.

No se atrevía hablarme de su nueva forma de vida y yo no tenía suficiente humildad para preguntarle. Me iba a enojar si me daba la lista de los aparatos que tenía en casa, si me mencionaba un restaurante lujoso donde había comido, si me mencionaba la ropa que ya había comprado desde que se había ido, si me daba nombres de amigos nuevos y normales, y con familia y un hogar.

Nada en realidad, le respondí. A veces había una sonrisa auténtica mientras le explicaba esta verdad intemporal. Luego, algo nuevo pasó, gracias a ella.

¿Te gustaría venir a trabajar a la casa? La señora Fortenberry dice que necesita alguien para algunas tareas básicas, nada pesado en realidad. Me miró furtivamente, temía que la pregunta fuera demasiado atrevida, demasiado llena de significados, o que dañaría mi orgullo o me desvalorizaría.

Claro, le respondí, sin dudar un segundo que cualquier cambio era mejor que la misma monotonía que desgraciadamente, no había conseguido matarme aún.

 

Tiffany no gozaba de los lujos que yo imaginé. De hecho, lo más sorprendente en la casa era el hecho que hubieran dos autos. No había candelabro colgando ni muchos sirvientes. De hecho, solo estábamos yo y otra sirvienta. No habían esculturas de mármol, ni camas con delicados edredones de seda, ni arte refinado. Los Fortenberry eran gente de clase media, y siempre sospeché que me habían contratado por la influencia de Tiffany.

Trabajaba en su casa los fines de semana. La primera vez, me fui en el subway con la señora Fortenberry y Tiffany. La siguiente vez, me dieron el dinero para ir por mi cuenta. Era toda una aventura explorar la aventura por mi misma. Le mentí a la hermana Joan acerca de la localización, le decía que me tomaría una hora y media llega ahí cuando realmente solo me tomaba una hora. Sin embargo, las religiosas eran orgullosas con la puntualidad, así que no hicieron comentarios, me acompañaban hasta la estación del metro. Se preocupaban pero no necesitaban hacerlo.

Esa hora se sentía como un minuto para mí. Caminaba por la ciudad viendo tras los cristales de los cafés, los supermercados, los salones de belleza, las tiendas de ropa, las tiendas de zapatos, la tienda de antigüedades, las panaderías. Solía caminar cuatro calles antes de volver a la estación de tren. Mis ojos se llenaban de las posibilidades, mi nariz olfateaba la opulenta comida y los manjares, mis manos me ardían por el deseo de comprar, mi boca salivaba. Con el dinero que me daba la señora Fortenberry, me compraba algo pequeño para mí: un pedazo de pastel, un muffin de chocolate, una dona, y una vez cada dos meses una tarta.

Volvía a la estación de tren antes que el tren llegase y me escondía antes que apareciera. Me ocultaba en el baño hasta que el tren venía para aparecer mágicamente tras Tiffany. Recuperó mi aprecio por ayudarme a salir del abismo donde estaba cayendo sin remedio. No le mencionaba estas pequeñas excursiones por miedo a su lástima. Ya tenía suficiente de eso en el orfanato.

Iba donde los Fortenberry cuando la sirvienta no estaba disponible y sospechaba que no hacía las tareas que se supone ella debía hacer durante la semana. Tenía que lavar la ropa (extrañamente, solo una canasta de ropa estaba llena, nada proporcional a la cantidad que usaban durante la semana), limpiar las ventanas, cuidar el jardín que era constituido principalmente de margaritas, poner la ropa en la secadora, doblarla, muy raramente plancharla, pero solo la del señor Fortenberry. Tiffany y su madre adoptiva de Tifanny no tenían ropa que necesitara plancharse. Trabajaba menos de siete horas y tenía una hora de almuerzo.

Comíamos en la mesa, Tiffany, el señor y la señora Fortenberry y yo. A veces, me obsesionaba con la idea que eramos realmente una familia. En algún universo alternativo, tal vez compartíamos la misma sangre y no solo compasión, miseria y abandono. Comíamos y hablábamos, pero muy poco. La comida era deliciosísima, a diferencia de la comida insípida y sin gracia del orfanato, quizá porque no se comía con miseria. Había amor o consideración, no vergüenza ni sentimiento de estar indefenso.

 

Esperaba con ansias el día de ir a la casa de los Fortenberry y ya había ahorrado un poco de dinero, finalmente algo que era mío. Probablemente era lo suficiente para comprar una licuadora o una sartén pero estaba satisfecha de saber que poseía algo y no solamente le debía  la vida a las religiosas a quienes les daba la mitad de mi dinero, aunque no lo aceptaron y me sentí obligada a entregarlo durante la misa y depositaba el dinero cuando la pequeña bolsa pasaba por los asientos antes de la comunión.

Eso me hizo pensar de las cosas que eran una posesión mía, y no solo el dinero y los recuerdos que deseaba olvidar algún día. Una excelente idea se me ocurrió ya que faltaban meses para irme del orfanato: necesitaba más saber acerca de Eleanor, lo más cercano que había tenido a una madre.

 

Había un acuerdo tácito entre Tiffany y yo. No hablábamos mal del orfanato. No mencionábamos el hambre que sentíamos a diario, en cada comida; el deseo de salir más, el anhelo de privacidad, de mejores condiciones, al menos una televisión blanco y negro. Las monjas decían que iba a podrir nuestro cerebro. Pero no le contábamos nada de esto a la señora Fortenberry, la que solía hacer ese tipo de preguntas en la mesa. No le decíamos que las monjas nos golpeaban en las palmas con reglas si no aprendíamos de memoria los versos de la Biblia o que no le pedían a los chicos hacer los quehaceres sino solo a nosotras las chicas.

Tengo un techo sobre mí, comida en mi plato, una cama donde dormir, repetía, como a menudo hacían las monjas. Era parte de su guión. Estaba casi segura que a ellas no les gustaba esa vida, vivían de los restos y las sobras. O eso esperaba, que uno no se acostumbrara a semejante misería.

Las monjas eran buenas con nosotros pero no nos demostraban amor. Su devoción y su dedicación iba en otro rumbo. Muchas veces, nos decían que no nos apoyáramos en la gente porque eso era un pecado. Solo Dios y únicamente él podría satisfacer nuestras necesidades: emocionales, físicas y espírituales. Ellas necesitaban creer en eso, yo también lo hacía, pero mi alma no era lo suficientemente fuerte para jugar el juego de hacer creer en el que ellas eran expertas.

Todo está bien, decía, pero la comida no era buena. A veces comíamos pan viejo, leche ligeramente ácida. Las camas eran incómodas, las sábanas olían raro. Mi vida se desmoraonaba desde que había comenzado. Sin embargo, estando ahí, donde los Fortenberry, me dio una especie de esperanza que las cosas iban a salir, en efecto, bien, algún día. Lo mejor de todo: no estaba tan lejos en ese preciso entonces.

Por supuesto, el dinero que ganaba con ellos no era suficiente. Tenía esperanzas pero no era idiota. Pero era un comienzo, dejar el orfanato, al menos dos de los siete días, finalmente me familiaricé con la ciudad, ya no era un animal enjaulado. Revisaba los anuncios donde pedían empleados, algunos requería cierto grado académico pero tenía la confianza que encontraría un lugar en ese rompecabezas donde finalmente podría pertenecer.

 

Las cosas estaban yendo bien, quizá demasiado, de hecho. Sin embargo, un fin de semana, ninguno un específico, un fin de semana promedio con la rutina de siempre: yo yéndome antes de la verdadera hora en que Tiffany y la señora Fortenberry llegaban a la estación, yo caminando en las calles absorbiendo las imágenes como una esponja, cinco meses antes de irme del orfanato. Tenía planes de pedir ayuda a la señora Fortenberry para conseguir trabajo con algún vecino, lo que fuera. Al mismo tiempo que casi tenía el valor suficiente para preguntarle, al mismo tiempo que caminamos con Tiffany a la estación, ella me dijo, tan pronto como el tren se detuvo, tan pronto como yo estaba lista para volver al orfanato para regresar a su casa el día siguiente.

Lo siento, Cordelia, pero ya no debes venir mañana, su cabeza bajó y estaba peleando para no derramar unas lágrimas.

Ok, nos vemos la semana siguiente entonces, le respondí, sin fijarme en su incomodidad. Estaba muy distraída con la gente que llenaba el tren.

Ya no trabajarás con nosotros. Ya no te necesitamos. Ahora, sube al tren. Me empujó ligeramente al interior.

Por razones que aún son desconocidas para mí, hice lo que me dijo. No me quedé ni le pregunté explicaciones, no luché ni le dije adiós, o le agradecí. Nada. Me dejé empujar por las últimas personas para entrar al tren, mecánicamente. Incluso me senté y miré afuera, pero Tiffany ya no estaba en ningún lado.

No pude perdonarla porque nunca volvió ni llamó. Nada. Se fue sin explicación. Perdí todo lo que tenía, no porque la amaba o porque la consideraba una familia. Con ella, todas mis esperanzas se acababan.

 

Frank viene a la cafeteria, pero no me molesta en sí, eso a pesar de su amargura y su insolencia constante hacia mí. A pesar de recordar las bonitas palabras que un día me dijo, la bondad que me mostró. Lo que me molesta es lo que representa ahora: una esperanza fallida. No es la primera vez que me pasa. Es un recordatorio de las cosas que nunca podré tener tal como cuando perdí el futuro que me proyectaba cuando trabajaba para los Fortenberrys.

Algunos de los clientes que vienen acá desde hace mucho tiempo me dicen que me veo diferente. No me dicen que me veo más delgada, los niños me dicen que no soy tan divertida como solía ser y sus padres los regañan, algunos ancianos me han dicho que estoy perdiendo mi luz. Ellos no lo saben, pero nunca la he tenido. Dicen que sonrío menos. Les digo que no me siento bien. Es una mentira. Soy consciente que estoy perdiendo los sentimientos que creía me quedaban. La esperanza me abandona, no como ocurrió antes, de repente y sin explicación, sino como un tumor que me removieron, una parte de mi cuerpo que me estaba matando.

Hago las cosas como la gente ciega, toco la superficie, me muevo en los lugares conocidos, hago exactamente lo que siempre he hecho sin cambiar en absoluto mi rutina. Ni siquiera compro mis lujos habituales cuando voy al supermercado. Me quedó con lo básico. Olvido mi pasado y también la idea de un futuro. Vivo el presente y espero que no dure tanto.

 

Inesperadamente, así como pasan las cosas terribles, así como estoy consciente a causa de mis experiencias, Frank se queda hasta tarde casi hasta que es hora de cerrar. No es algo inusual así que no me sorprende en absoluto, tampoco es que la sorpresa sea una emoción que muestre muy a menudo.

Limpio el mostrador. Él está sentado en una de las butacas contando el dinero de la caja registradora. Me llama y voy.

Siéntate, me dice y lo hago, mis pies pueden descansar finalmente. Puedes haber notado que el negocio no va muy bien últimamente.

No me he fijado. No me he fijado en nada, para ser completamente honesta.

Cordelia, voy a tener que prescindir de ti. Lo siento. Esto es lo peor y lo mejor que me ha dicho hasta ahora.

Lo miro y veo piedad en sus ojos, lo peor que alguien me puede dar, pero viniendo de él, en este momento preciso de desesperanza, pierdo todo nuevamente. Algo se rompe dentro de mí, posiblemente mi corazón lo que quedaba de él. Las lágrimas vienen, no las puedo evitar aunque Frank las aborrezca. No las puedo detener y no puedo evitar sollozar tampoco, por recuperar los sentimientos que tenía enterrados dentro de mí, por experimentar la dependencia completa, la desesperanza, la falta de valor propio.

No te preocupes, te daré una semana para partir. Me dice para conformarme de alguna forma. En este mundo tan cruel, es mucho lo que recibo.

 

Las maletas están preparadas, pero a pesa de toda la infelicidad que había vivido, siento un vacío en mi pecho con la sola idea de irme del lugar que ha sido lo más cercano que he tenido a un hogar. Tomó un baño en las duchas comunes, con las llaves oxidadas, sin privacidad y con agua heladisima. Solo tenemos dos minutos para bañarnos, pero ese día me levanté más temprano y me quedé más tiempo. Si alguien se dio cuenta que estuve alrededor de diez minutos, no dijo nada. Era mi último día de todos modos.

Tomé el desayuno sola en la mesa de madera. Era un café amargo, sin azúcar porque ya no teníamos, y un pedazo de pan que al menos no estaba rancio aunque tampoco estaba muy suave. Hice las tareas asignadas en mi agenda. Era un martes. Tenía que limpiar la cocina, trapear los pisos, y luego del almuerzo, se supone que tenía que ordenar la ropa para la caridad, la que no ibamos a usar. La que yo ya no iba a poder usar más. Empecé el día temprano para poder terminar mis tareas antes del almuerzo, luego del que dejaría el lugar para siempre.

Luego del incidente de Tiffany, dudé en dejar el orfanato. Conocía al cocinero y algunas de las monjas que habían vivido ahí toda su vida, ya sea por gratitud o miedo a lo desconocido. Nunca descubrí cuál. Sin embago, no era lo suficientemente fuerte para quedarme ahí más tiempo y comentería algún error imperdonable como robar algo o quitarme la vida. Así eran de variadas mis opciones. No quería esa vida para siempre porque me sentía bajo el agua. Un poco más de lo mismo y terminaría ahogada.

No había dinero disponible para mí. Solo tenía un poco del dinero que había ahorrado y me arrepentí de cada pedazo de pastel y lujo que adquirí mientras trabajaba para los Fortenberry. Maldecía a la pobreza de nuevo, una de mis costumbres.

Mientras revisaba la ropa y tomaba dos blusas de la caja que se supone que iba para la caridad, un niño empezó a ayudame. Tenía alrededor de once años y me miró directo a los ojos. Sus ojos estaban llorosos.

¿Piensas que tendré una familia? No era su intención lastimarme con su pregunta. Era tan honesto como los niños y la gente miserable puede ser. El cuchillo fue directo al corazón pero era aún lo suficientemente fuerte para soportarlo y para sorpresa mía, no le dije la verdad: que probablemente se quedaría acá para siempre, que la esperanza solo lo envenenaría con más fuerza, que nunca dejaría de odiarse por haber nacido. Le mentí con la mentira que más me presentaban.

Algún día, tendrás una familia y comerás en una mesa con dos personas que se preocuparán por ti más que nada en el mundo. Debí haber llorado porque eso era lo que realmente quería hacer y decirle que eran todo unas patrañas y que debería dejar de soñar con los finales felices poque solo hay finales y son definitivos, pero no felices. Sin embargo, limpié sus lágrimas en lugar de las mías. Consolé su corazón mientras el mío se rompía a pedazos, sentí su dolor porque el mío era demasiado viejo y cansado para ser usado de nuevo

 

Sam no me dijo adiós y yo no lo busqué. Apenas hablamos durante mis últimos meses en el orfanato. De hecho, apenas le hablaba a nadie. Él se iría en tres meses. No lo consolé ni le ofrecí vernos en el mundo exterior.

Sabíamos que ambos nos dábamos mala suerte. La miseria ama la compañía.

 

Lloré al salir del orfanato mientras me despedía de las monjas al subir al tren, mientras les decía adiós con la mano para siempre. Todos sabíamos que no nos veríamos nunca más. Estaba siendo desagradecida, pero también quería seguir adelante para olvidar toda la miseria que había soportado.

Todas mis pertenencias cabían en una bolsa de plástico negra, todo lo que había logrado y obtenido podía meterse ahí y aún quedaba espacio para más, pero no podía permitirme esas cosas adicionales que hubiera deseado tener ahí.

El primer día dormí en un banco del parque, pero un agente de policía me dijo que no podía volver a hacerlo. Fui a la estación de tren y dormí en un baño que no se estaba utilizando.

Al día siguiente conseguí trabajo en una casa, iba a ser la encargada de la limpieza y se suponía que tenía que salir por la noche, pero fingía que salía y me escondía entre los arbustos, luego, cuando se apagaban las luces, entraba de puntillas en la casa cuyos pasadizos tuve que aprenderme el primer día y me escondí en el sótano donde guardaban juguetes desechados de los niños y muebles viejos. Vi ratoncitos y algunas cucarachas, pero no me importó. Seguramente los del orfanato eran más grandes y estaban más hambrientos que yo.

 

Después de algún tiempo, me dio la impresión que me podían despedir en cualquier momento por lo que estaba haciendo, así que conseguí trabajo en un hospital como conserje. Había habitaciones destinadas a los pacientes que yo utilizaba para dormir; si no, dormía en una silla en la sala de suministros. Me despidieron a los tres meses, un mes antes de haber conseguido el alquiler de una habitación que tuve que dejar el día que me descartaron.

Luego, fui camarera, pero me desecharon al cabo de un mes diciendo que no era lo bastante amable con los clientes y que atendían a perfiles altos, o eso decían. Entonces cuidé a un bebé y dormía en la casa. Sin embargo, una vez la madre del bebé me tocó la pierna mientras hablábamos y tuve que marcharme.

Finalmente, encontré trabajo en una fábrica textil, como costurera.

 

Echó un vistazo a todo lo que he logrado en estos tres años: una bolsa de plástico llena de ropa que he comprado. Eso es todo lo que puedo decir sobre mis logros. Me digo a mí misma que al menos estas prendas no provienen de las bolsas de caridad que llegaban al orfanato. Verifico la dirección en el papel. He llegado al lugar, a las personas a las que juré nunca recurrir, pero con esta vida desolada, nunca sabemos cuál es realmente el fondo, siempre hay un nivel más bajo para nosotros.

Entro al complejo de apartamentos y siento envidia a pesar de que el lugar es sombrío, con niños desnudos corriendo y madres gritando por ellos, pero es un lugar, tener un lugar propio es mejor que no tener ninguno. Encuentro el apartamento número quince y la puerta se abre. Él no sabe qué decir, pero yo ya he ensayado mis líneas.

Samuel, gracias por ayudarme. Entro como él indica.

Nos dirigimos hacia la sala de estar y tomamos asiento en el viejo sofá azul claro dañado, que estoy seguro de que alguna vez fue azul Oxford. Él se queda en silencio y yo coloco la bolsa en el suelo, dándome cuenta de que aquí es donde voy a dormir.

Fue una sorpresa que llamaras. Finalmente dice, rascándose el cuello. En ese momento noto su ropa andrajosa.

Necesitaba algo de ayuda. Espero no molestarte demasiado. Será solo hoy o un par de días. Explico sin sentir tanta vergüenza como esperaba.

Puedes quedarte aquí una semana. Dice, y mi corazón vuelve a caer a mis pies. Me van a desalojar en siete días, vamos a ser desalojados en siete días. Ambos nos aferramos a la misma tabla. Él me lo robó todo. No tenía mucho, pero se llevó todo.

Él explica quién es él, cuidadosamente al principio, diciendo que era su compañero de cuarto, luego dice que era su pareja y finalmente explica que era su novio. Me dice que solían pelear y noto los moratones en sus brazos mientras habla, los raspones en las rodillas y los codos. Siento como si lo estuviera viendo a través de un microscopio y noto una cicatriz en su labio, y le faltan dos dedos. Él explica todo esto con naturalidad mientras cojea hacia la cocina para que le dé un poco de agua, agua con un olor extraño, ¿o es el jarrón? Lo bebo de un trago y vuelvo a su historia, que es tan miserable como la mía.

Él parecía amarme, ¿sabes? O eso quería creer. Y a pesar de las peleas, él era todo lo que tenía. Ahora sus ojos están llenos de lágrimas.

Lo siento por irme sin decir nada. Digo y lo digo en serio. No me habría sentido tan sola si al menos lo hubiera tenido a él. Ambos queríamos olvidar la miseria, sí, pero también compartíamos el conocimiento de ella. Habríamos sobrevivido mejor a sus secuelas.

Entendí cuando Tiffany se fue, pero tú eras todo lo que tenía allí. Pero entiendo tu necesidad de olvidar, aunque parece que el orfanato nunca te abandona. Y se me ha ocurrido que tenemos algo que nos delata y por eso la gente nos trata de la forma en que lo hace.

Somos mercancía dañada. Digo, y una lágrima rueda por mi mejilla. Luego, él me abraza fuertemente.

Te he echado tanto de menos, hermana.

 

Después de algunas lágrimas, disculpas y promesas de no volver a dejarnos solos, reflexionamos sobre nuestra precaria situación. Tenemos que conseguir un trabajo lo más pronto posible.

Cuando llegué a su casa, me sentía cansada, como si hubiera corrido un maratón, como si hubiera trabajado todo el día. Pero me encuentro hablando con él a medianoche, poniéndonos al día con lo que ha sucedido mientras le cuento lo que ha sucedido en mi vida. Por una vez, no me siento tan sola sino comprendida y vista como un todo, no como una criada o una sirvienta, sino como Cordelia una vez lo hizo. Un peso se ha ido de mis hombros, de las mismas personas que consideraba una carga en mi espíritu.

Podríamos pedirle ayuda a Tiffany. Me dice y me mira cuidadosamente a los ojos.

No he hablado con ella desde... bueno, desde antes de que me fui del orfanato. Admito avergonzada, como si ella quisiera alejarse de mí solo por ser huérfana a diferencia de ella, que ya no lo era.

Pensé que ella te había ayudado, por eso estaba tan triste. Creía que ustedes se habían reunido y habían comenzado una nueva vida sin mí. Toma un sorbo de su taza de café y me vuelve a mirar, él ha cometido el mismo error que yo: creer lo peor de los demás.

No, ella me echó de su casa de repente y no he vuelto a hablar con ella desde entonces. Digo.

Creo que ella podría ayudarnos. Insiste.

¿Has hablado con ella? Pregunto.

La he visto. Tiene una bonita casa, a diferencia de la mía, y creo que vive sola. Pienso que la ha espiado y se odia a sí mismo por no ser ella, por haber nacido con el destino que le fue asignado. Pero no le diré lo que sospecho. Ella puede ayudarnos, necesitamos ayuda, podríamos intentarlo.

No lo sé.

Mira, el orgullo no nos ha llevado muy lejos, ¿verdad? Además, ¿qué podríamos perder?

No quiero confirmar por qué me dejó tirada. Finalmente admito y mis mejillas se sienten calientes.

Nunca se sabe. Mira lo que pasó entre tú y yo.

Quiero decirle que esta es una de las raras excepciones de la vida, que esto no es un patrón, que así no funciona la vida. Hay mucha más crueldad de la que podemos imaginar y mucho menos amor del que anhelamos.

 

El trabajo en la fábrica textil era agotador. Terminaba mi turno con los pies palpitando y las manos adoloridas de trabajar en las máquinas todo el día. Necesitaba desesperadamente ese trabajo, así que trabajaba más duro que nadie e incluso hacía horas extras a pesar del dolor en mi cuerpo.

No solo era por el dinero que hacía horas extras. También aprovechaba la situación para quedarme en la fábrica una vez que todos se iban. Comía un sándwich en la cafetería mientras me escondía en la sala donde se ensamblaban las cajas, detrás de algunos rollos de tela. No me sentía tan patética rodeada de todo ese color, a diferencia de lo que había experimentado en el hospital y el sótano donde solía esconderme por las noches.

Por supuesto, no pasó mucho tiempo hasta que alguien descubrió mi escondite. Un hombre tímido entró a la sala y me miró directamente a los ojos. Sentí un escalofrío de miedo, como un animal a punto de ser atrapado y desollado vivo. Tal vez él lo percibió. Yo no quería perder este trabajo. No me lo podía permitir. Era lo más estable que había encontrado.

Me llamo Henri. Me dijo. No pretendía asustarte, pero vi una luz y... ¿estás bien? Había verdadera preocupación en su expresión.

No, pero esto es todo lo que tengo. Le dije con la voz entrecortada por la vergüenza. No hay duda, tocar fondo era un lugar con el que me estaba familiarizando cada vez más.

No te delataré. Me dijo, y cumplió su promesa.

 

Días después, Henri llegó mientras yo trabajaba como un animal. Debo haberme puesto lívida porque todos mis compañeros de trabajo me miraron extrañados. Fui con él a su oficina. Estaba seguro de que me había delatado. Pero mi jefe no estaba allí, ni el gerente.

Te encontré otro trabajo. No hay tanto tiempo extra como aquí, pero puedes dormir más y tendrás tus tres comidas y una cama donde dormir, sin necesidad de esconderte, y creo que no es tan duro como estar aquí, aunque no estarás precisamente en el paraíso, el jefe es un poco temperamental, pero estoy seguro de que puedes manejarlo. Explicó nerviosamente.

Estaba cansada, pero después de escuchar sus palabras, sentí como si mi cuerpo se hubiera llenado de algodón de azúcar. Así fue como empecé a trabajar para Frank.

 

Mientras caminamos hacia la casa de Tiffany, mientras recuerdo lo que pasó con Henri, algo se hincha en mi pecho. Siento el peligro de ello, pero también su agradable sensación. Es la esperanza otra vez. Es algo que se siente como la satisfacción de las necesidades corporales, pero es solo una ilusión, un juego dentro de nuestra cabeza.

Miro a Sam, él también está nervioso. Ambos tememos que Tiffany nos rechace como una vez hizo, como yo lo hice con él. Pero seguramente lo que ha sucedido entre nosotros parece ser la luz al final del túnel, esperamos que Tiffany sea esa luz y no solo una complicación más en nuestro camino. Nuestros pies ya están cansados.

Llegamos a la casa. Esperamos que Tiffany no esté mirando por las ventanas. Esperamos que no nos ignore. Esperamos que al menos sienta compasión por nosotros. Sam y yo nos quedamos en el porche. Golpeo la puerta antes de arrepentirme de estar aquí, antes de escapar como una vez hice con el orfanato.

Los pasos se acercan, la puerta cruje y ahí está ella, frente a nosotros, con mejores ropas, un mejor olor, la vida que siempre soñamos, donde no oleríamos mal, donde no sentiríamos hambre después de cada comida, donde tendríamos cuatro paredes para nosotros. Ella está atónita. Sam está sin palabras. Ahora depende de mí.

Tiffany, ¿nos dejarías entrar, por favor?

Ella se mueve y nos deja entrar sin pronunciar una palabra. Se lleva la mano a la boca para contener un grito. Esperamos en la sala y ella se compone a sí misma y señala el sofá donde nos sentamos, humillados de dejar un olor desagradable en él o de mancharlo con nuestras ropas desgarradas.

¿Qué se supone que debemos decir ahora? No podemos hablar de nuestro presente de inmediato sin parecer oportunistas. No podemos hablar del pasado porque eso es lo que esperábamos que los demás se convirtieran.

¿Cómo has estado? Pregunta, lo cual podría parecer ofensivo dada su condición, claramente mejor que la nuestra. Sin embargo, nos conocemos desde hace tanto tiempo que no nos sentimos atacados ni denigrados.

Ya sabes, siempre hay alguna mierda. Digo, confirmando por qué ella se fue tan repentinamente: porque era tan vulgar que nunca pertenecería a su mundo.

Realmente no queremos molestarte, Tiff. Sam explica sin levantar la mirada. Pensamos que podrías ayudarnos a conseguir un trabajo. Por supuesto, no tienes que decir que sí. Su rostro está rojo. Esto es difícil para él.

Será solo esta vez y prometo que te dejaremos en paz. Explico con lágrimas no deseadas en mis ojos.

¿Y quién mierda quiere que me dejen en paz? Ella dice y comienza a llorar, cubriendo su rostro para ocultar su desmoronamiento. Es un espectáculo triste. Me levanto y la abrazo. Lo siento. Susurra y se muestra arrepentida. Ella ha estado tan sola como nosotros, creyendo que nuestra soledad separados el uno del otro de alguna manera nos curaría cuando en realidad era más fácil reunir nuestra desesperación para hacer las cosas más llevaderas. Le pido a Sam que se acerque y los tres nos abrazamos.

 

Tiffany nos pide que nos quedemos a cenar y ordena pizza. Es un lujo que rara vez he tenido, junto con comer con personas que conozco. Esto es lo más cercano a la imagen de una familia que tengo en mi cabeza. Estamos reunidos en la sala de estar. Sam y yo nos aseguramos de no dejar manchas en nada, pero se nota lo sucios que estamos mientras recibimos los platos blancos, blancos como la nieve, con algunas rebanadas de pizza. Tiffany lo nota, pero finge que no.

A medida que terminamos de comer, mientras nos miramos el uno al otro con nuevas posibilidades, mientras ya no nos sentimos tan incómodos como al principio, Tiffany dice de repente:

No quería que dejaras de trabajar para mamá, pero no quería que te quedases allí por culpa del Sr. Fortenberry. Reúne todas sus fuerzas para explicarlo.

No hay nada que explicar. Entiendo que no era posible en ese momento.

Ella nos mira, uno por uno, incómoda, con los ojos llenos de lágrimas. Se lame los labios y suspira antes de continuar. Juguetea con sus manos.

Él me dejó esta casa después de que ella murió. Yo la quería tanto y siempre estaré agradecida por darme un hogar, aunque fuera por poco tiempo. Si hubiera podido llevarlos conmigo, lo habría hecho desde el principio, pero habría sido un error. Me siento incómoda por hacia dónde se dirige esto. Al principio, él no hizo nada, pero a medida que empecé a desarrollar los pechos y a tener mi período, se acercó más a mí, y me decía que no debía decepcionar a mamá contándole mentiras, que podía llevarme de vuelta al orfanato, que podía matarme a mí o a ella o a todos nosotros, y... su rostro está cubierto de lágrimas. Quería que vinieras a trabajar a la casa por más tiempo, y yo sabía lo que quería. Por eso no te dejé volver. Nunca tuve la intención de abandonar a la única familia que tenía. Lo siento mucho.

Estoy llorando, Sam también. Esta no es una historia que se pueda compartir con cualquiera, solo con la verdadera familia. Su verdad reconstruye mi corazón una vez más y espero poder reconstruir el suyo y el de él. Todavía hay amor. Todavía hay esperanza. Siempre he tenido y siempre tendré una familia propia.

 

Es extraño que personas tan diferentes vivan bajo el mismo techo. Tiffany no es muy organizada. Sam es perfeccionista. Yo siempre estoy en el medio, sin estar en los extremos, sin estar en los márgenes como antes.

Programamos nuestras tareas como solíamos hacerlo en el orfanato, pero nunca nos quejamos cuando el otro no cumple con lo esperado. Sin embargo, rara vez olvidamos nuestras tareas.

No comemos tanto como podríamos. Ponemos todo nuestro salario en una caja y solo tomamos lo necesario. Pedimos permiso antes de comprar algo caro, como zapatos o ropa nueva, o mejor dicho, ropa de segunda mano. Economizamos tanto como sea posible. Pero comemos pizza una vez al mes, como celebración de nuestro encuentro.

Sam trabaja como mecánico en la fábrica textil donde solía trabajar, le pedí ayuda a Henri, quien aún me recordaba. Tiffany trabaja como asistente de un contador y me consiguió un trabajo como repartidora en un bufete de abogados. Siempre encontramos tiempo para cenar juntos, pero lo más importante es que siempre llegamos a un acuerdo dos veces al mes para tener un día libre en el trabajo.

En ese día, utilizamos parte del dinero que hemos ahorrado para comprar chocolates, los baratos pero buenos, caramelos, hotdogs, según mi sugerencia; compramos verduras, dos cajas de huevos, juguetes, desinfectante para el piso, cuadernos, jabón, champú, etc.

Vamos al orfanato y nos visitamos a nosotros mismos, a los niños que han sido olvidados, y esperamos ser un faro de esperanza, recordarles que nosotros, en nuestra desesperanza y desesperación, somos una familia.


Escrita por MARVIN MENJIVAR ALVAREZ

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