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El Árbol de la Vida - Marvin Menjívar (Historia Corta)

Este es el momento en que los hijos que decidí tener, que me obligué a criar, aparezcan en el naufragio donde estoy. Serían las luces de bengala para pedir socorro, serían los botes salvavidas; en su lugar, solo están los recuerdos y porqué no admitirlo, un poco de culpa.

Me casé muy joven, a los veinte años, simplemente para escapar de la tiranía de mis padres, su eterno descuido. Sin saberlo, yo iba a dirigirme al polo opuesto y sería una madre controladora. Mi madre era adicta a si misma, a los tratamientos sinfín en el spa, mi padre tenía tres adicciones: el trabajo, el alcohol y las apariencias. Mi trabajo como hija era mantener una pose de paciencia y tolerancia. La única forma de dejar la casa sería con un hombre de dinero.

Solía frecuentar restaurantes diversos con mis amigos con la excusa de variedad y cambio. No considero necesario mencionar que eran restaurantes de alto nivel, no los más caros pero si de los más opulentos con su decoración de diferentes períodos y adornos de metal y cerámica colgando en exceso del techo reluciendo entre las diferentes lamparas ovaladas.

Encontré a Daniel en un restaurante especializado en comida italiana mientras decidía entre el ravioli o una lasaña. Noté su mirada de interés y luego averigüé acerca de sus bienes. Volví al restaurante en repetidas ocasiones a probar la misma pasta, la más barata del menú. En ciertas ocasiones no lo encontré, fueron decepciones dolorosas por el conjunto de ropa desperdiciado, por el tiempo desperdiciado en el maquillaje, la sensación de las miradas juzgándome por la soledad en mi mesa. Hasta llegué a pensar que mi frustración podría ser olfateada.

Perdí tiempo, dinero y dignidad, de esos solo el tiempo no es renovable. Sin embargo, un buen día apareció, me notó y lo demás es historia conocida por todos, aunque no tuve el prometido final feliz de esas historias cliché aunque ahora hay tantos finales infelices que uno ya no sabe cual es el el verdadero cliché si la felicidad eterna o la nostalgia permanente.

Me casé, me fui de casa, le pasé dinero a mis padres, eso cuando la gratitud aún me tenía agarrada del cuello, luego el resentimiento del pasado me liberó junto con la comodidad del presente.

No estaba dispuesta a tener hijos. No quería hacerlos infelices pero más importante: no quería tenerlos por el dolor involucrado, las responsabilidades, el supuesto amor incondicional que me parecía parecido a una correa amarrada al cuello. Era demasiado, pero no tanto como la amenaza de perderlo todo cuando Daniel se aburriera de mi. Lo percibí en sus falsas alabanzas por mi comida mediocre: su actuación ya no era tan buena con el pasar de los días. Ya no le importaba insatisfacerme. También fue evidente en mi cama: ya no había esa desesperación sino un dominio de sí mismo ajeno a él. Sabía que ya no era una novedad.

Tuve a Grace, después a Harry. Ambos crecieron en un hogar sin carencias, ambos nacieron al tiempo que me parecía que Daniel iba a dejarme, pero luego de Harry y casi después de diez años de matrimonio, sabía que estaba a salvo: ya conocía demasiado bien las leyes, las posesiones de Daniel. Tenía un control y poder únicamente disponible tras bambalinas, pero a veces no importa el cómo sino simplemente poseer algo. Poco poder o uno de doble filo es preferible a nada.

Queda demás decir que fui una madre exigente. Mis padres me habían descuidado así que mantuve a mis hijos demasiado cerca de mi, quería que gravitaran a mi alrededor, me complacieran, hicieran todo lo que yo no hice, no por frustración del pasado sino porque asumí que era todo lo que adolescente desearía, pero me equivoqué. Frase favorita de toda madre que nunca escucharán sus hijos. Los obligué a seguir rutinas que despreciaban, a estudiar cosas que los hacía infelices, a juntarse con personas desagradables a sus ojos. Yo hice lo mejor que pude con lo que sabia, bien dicen que no hay peor pecado que la ignorancia.

Mi esposo me dejó por una mujer más joven, más comprensiva, mis hijos por ideas más bohemias, contemporáneas. Todos han huido de mí como si tuviera una terrible enfermedad, se llama la influencia del pasado.

Así paso los días en mi casa: deambulando de habitación en habitación, peleé tanto por la casa pero la aborrezco, su vacío, las implicaciones de dicho vacío; salgo por las tardes a tomar el té o un café con mis amigas de la alta sociedad, mujeres odiosas y detestables, como yo.

En las noches era lo peor, antes solía llorar, ahora solo siento una eterna condición de frío extremo. Tengo siempre que dormir con un edredón en la mano, especialmente los pies. Mi doctor dice que es presión baja. Yo le llamo soledad extrema.

Espero un día ser aceptada, tener la atención y cariño que siempre desee. Siempre he deseado algo mejor de lo que he tenido, y a veces lo he conseguido. No debo privarme de soñar que las posibilidades aún estén a mi favor.

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